Entre las primeras bandas de rock nacional que me interesaron de niño se encontraba Riff. Recuerdo un informe televisivo, a principio de los años ochenta, en el noticiero del viejo canal 9, donde hicieron un informe sobre la moda de los metaleros que iban a ver a Riff: todos vestidos de riguroso cuero negro. Me fascinaba la onda rebelde de ese público.
Los años pasaron y en la década del noventa se hizo popular el blues en Argentina: fue un auge muy fuerte en el que los jóvenes lo consumían mucho y por ende había una escena importante, con conciertos de Las Blacanblus, Durazno de Gala, Memphis La Blusera y La Mississippi: números centrales en las fiestas y reductos de la época en Buenos Aires. Por aquel tiempo, el Carpo Napolitano retomó su antiguo proyecto: Pappo’s Blues. Por mi parte, solía frecuentar los conciertos del músico de La Paternal de manera muy seguida. Uno de los espacios en el que frecuentemente se presentaba fue El Viejo Correo, un boliche de rock que quedaba frente al Parque Centenario porteño. Siempre explotaba en capacidad cuando Pappo tocaba allí.
Por aquella época, una noche en Cemento sucedió algo muy llamativo. Yo estaba bebiendo una cerveza en la barra y de pronto escuché que la banda salió a escena, pero Pappo no estaba. De pronto, un tumulto a un costado, cerca de donde estaba yo. Me acerqué por curiosidad y dentro de la ronda estaba el Carpo peleándose con un patovica. Resulta que el cuidador le había pegado a un seguidor de Pappo’s Blues y el Carpo fue a defenderlo y terminó trenzándose a trompadas. Esa fue una situación insólita: Pappo entre la gente a las piñas mientras que la banda estaba tocando en tablas. Aunque viniendo de Pappo, toda su vida fue así de espontánea.
Años más tarde, tuve la dicha de reportearlo para un diario. Era una tarde de verano, cercana a las fiestas de fin de año. Le dije a Fabián, el remisero, que me acompañe: siempre lo convocaba cuando iba a realizar alguna entrevista a músicos porque él era cholulo de alma de los rockeros. Llegamos a la casa del Carpo en La Paternal. En la puerta, estaba el músico con un pañuelo en la cabeza, una musculosa blanca y descalzo, sentado en una silla con el respaldo al revés en la puerta de su casa. Ingresamos por un pasillo y nos recibió Cactus, su inseparable perro, que tantas veces llevó hasta a giras por diferentes partes del país, viajando en el micro con él y sus músicos. Estuvimos solamente un rato en su casa y luego nos trasladamos a su taller mecánico. Porque Pappo era fanático de los autos y de la motos. Esa misma tarde me confesó algo importante, que me costó mucho asimilar. Me expresó lo siguiente: “Pibe, ¿vos para qué te pensás que toco la guitarra? Yo toco para tener dinero para lo que más amo en la vida, los fierros”. O sea, para el Carpo eran más importantes los motores que la guitarra.

Sin embargo, pese a su declaración, él era pasión pura arriba de un escenario. Fue eso lo que llamó la atención del rey bluesero afroamericano B.B. King, quien lo bautizó como “Mr. Cheese” porque el guitarrista argentino le regaló un queso la primera vez que se acercó a conocerlo en Estados Unidos. Más allá del sorpresivo obsequio, lo llamativo para el bluesman fue Pappo tocando la guitarra, motivo que le valió subirse nada más y nada menos que al escenario del Madison Square Garden por invitación de legendario músico estadounidense (foto superior).
El show más largo al que concurrí precisamente fue uno de Pappo, el 9 de octubre de 1993, en el Estadio Obras Sanitarias. Esa noche, Pappo invitó al tecladista norteamericano Deacon Jones a que tocara con él. El músico de color terminó siendo asistido porque la bajó la presión, pues el concierto duró cinco horas sin interrupciones. Algo nunca sucedido antes con un artista argentino arriba de un escenario local. ¡No detuvo el sonido de su guitarra por cinco horas! Muchos del público que estábamos en el campo nos turnábamos para sentarnos en los costados del estadio para sobrellevar el dolor de piernas por tratarse de tantas horas parados. Lo de ese vez retrata claramente a un Napolitano apasionado por la música.

Pappo fue querido por todos: Juanse de Ratones Paranoicos lo amaba. Los Piojos lo adoraban. Y La Renga era su gran banda amiga. Justamente en uno de los conciertos de presentación del álbum “El ojo del huracán”, que la agrupación de hardrock de Mataderos ofreció en el Estadio de Huracán, nos llevamos por delante en una escalera. “Perdoná, Pappo”, me disculpé por no verlo subir los escalones. “Los que no me van a perdonar si no me apuro en llegar son los de La Renga, que me están esperando para que suba a tocar con ellos y nunca llego”, me respondió para luego lanzar una carcajada característica en él y seguir su andar a las apuradas.

Pappo fue nuestro, fue nuestro «blues local» (tal como denominó a uno de sus discos), fue nuestro rock, fue el gran guitarrista de barrio que llevó a flor de piel la idiosincrasia argentina. Pappo fue un grande de verdad.
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